Sigo visitando con asiduidad este sibilino
espacio. Año tras año, en todas sus épocas, en el verde y amble invierno, o en
la fugaz y colorida primavera, también en el candente verano o, en el
expectante otoño. En cada etapa continúo intentando entenderlo. Nunca me deja
indiferente.
Será por la amplitud de sus horizontes, o por
la soledad que se palpa en sus paisajes o, será su naturaleza tan aparentemente
primitiva.
No se… Deben de ser esos monstruosos
acantilados que caen verticales en el mar, o esa sucesión casi interminable de áridas
colinas con apariencia de vacío y, a la vez, tan rebosantes de vida. O su
aspecto tan desértico, que pareciera abandonado de la mano de los dioses,
cristianos o paganos. O la arrebatadora luz... el iracundo azul que combina a la
perfección con las obscuras rocas, rojizas, negras, blanquecinas… Y ese mar,
transparente, refulgente, como una gran luminaria azul que colorea todo.
O serán los ancestrales sonidos, tan remotos y
tradicionales, tan atávicos, acariciados por la olorosa brisa, a veces salobre,
otras dulzona, pero siempre amable, expansivamente cordial.
Me gusta pensar, cuando deambulo por sus
cerros y altozanos, que soy el primer humano en otear sus horizontes y, me paro
pensando que es el todo, que es lleno y que es vacío.
Así es Cabo de Gata, así lo percibo y así lo
quiero.
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